Leer y traducir: prepararse para la perplejidad

Written in Spanish by Ariel Dilon

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Sin duda la traducción literaria es un asunto a la vez muy serio y muy peligroso del que seguro ningún traductor sale del todo indemne. He aquí una reflexión que, con gran experiencia, profundiza en ese arte, que también es un oficio, en el que se requiere dominar “el juego de saber que no se sabe”.

 

I

A medida que envejezco, le decía hace poco a mi hijo, tengo cada vez menos ganas de hablar de cuestiones técnicas, y por lo tanto mi lenguaje al hablar de traducción se vuelve cada vez más literario –quizá peligrosamente. Lo que intento traducir es un estado de espíritu, el estado de mi espíritu mientras traduzco, la disposición de ánimo –en palabras abstractas pero en sensaciones muy concretas– de mi vocación traductora.

Me dan ganas de hablar del lugar del que surgen mis ganas. No porque ignore la técnica, sino porque no he venido hasta aquí, no he hecho todo este camino, buscando meramente un conjunto de técnicas. He tenido, como todos, que tomarme el barquito de la técnica para poder navegar sin hundirme, pero no es ella la que sirve de brújula. Me llevó tiempo, en todo caso, aprender a llevar el timón relajadamente, confiando en los dibujos de las estrellas, en el informado y complejo velamen de la intuición.

Uno nunca está preparado para lo que trae la escritura, si lo estuviera no valdría la pena ni leer ni traducir. Para traducir un libro, al igual que para leerlo, sólo te prepara el libro, el libro te hace su lector, y eventualmente te hace su traductor. Y siempre en un estado provisional, siempre conjetural. Nuestra posición en el mundo, nuestro mismo ser, no es menos conjetural. Una tentativa de desciframiento, una tentativa de entendimiento.

Leer siempre tuvo para mí ese sentido, el de conocer: conocer la lógica y la música y la estructura de un texto; el universo del otro, estibado en las palabras, que acaso tenga puntos de contacto con mi universo, con zonas de mi propio universo que yo apenas intuyo –y la esperanza, siempre, de que el otro conozca los nombres para aludirlas, para ayudarme a nombrarlas–; conocimiento, en fin, de mí mismo.

Yo empecé a sentirme adulto, me parece, o algo así como el adulto que quería ser, es decir, el adulto que el niño que yo era quería jugar a ser, cuando me atraparon los libros. Y no sólo cuando un libro me atrapó por completo, sino cuando además me dio la sensación de que me hablaba a mí, de que me enseñaba su lengua para poder hablarme.

Porque el libro –aclaración importante– no me hablaba en mi idioma. Un libro nunca te habla en tu idioma, y si lo hace, no vale la pena leerlo. Un buen libro siempre nos habla en una lengua extranjera, incluso aquellos libros que nosotros mismos, tal vez, escribimos. Es decir que siempre interviene el desciframiento, siempre se trata de la traducción. Y siempre estamos solos cuando leemos, cuando traducimos.

Yo siempre aspiro a leer en un estado próximo a la perplejidad, a la sorpresa, y a veces, en consecuencia, al deslumbramiento. Los libros que he querido leer, y más tarde aquellos que he querido traducir, son los que me dejan perplejo. Quiero descifrarlos, pero anhelo que siempre persista una zona de sombra, una zona de indefinición. Lo mismo con aquello que yo mismo escribo. Uno escribe, uno  traduce, como quien acecha. Y pienso que todo autor desea, siente que su libro debe ir más allá de su comprensión, debe seguir sorprendiéndolo, debe dejarlo perplejo. Cuando traduzco, yo sé que necesito andar sobre ese delgado hilo en equilibrio para echar sobre las cosas la luz justa, para volver a soñar el sueño del autor, sin explicarlo, sin reducirlo a sus elementos consensuales, sin rebajarlo a las coordenadas apodícticas de lo real ni a un conjunto de reglas de traducción.

 

II

En la adolescencia, me parecía que seguramente era yo el que no entendía algunas cosas, porque no conocía determinadas palabras, no estaba familiarizado con ciertos giros, no había vivido lo bastante en el mundo para captar todos sus dobleces, los dobles o triples sentidos, las diferentes capas, los juegos de palabras, las intenciones veladas.

Hacerme adulto consistió en descubrir que lo que hay que saber es que uno nunca lo sabe todo, nunca lo entiende todo, y que así tiene que ser. Pero atención, ¿cómo descubrí esta información crucial acerca de mi ignorancia? En cierto modo, fue un largo entrenamiento de lectura, de escritura, y a la larga, de esa cruza entre ambas disciplinas (en el sentido artístico del término): la traducción. Entrenamiento desde luego constelado de descubrimientos, de pequeños saberes sobre el mundo, sobre la lengua de mi propia tribu, sobre la lengua de otras tribus. Pero siempre desde mi perspectiva subjetiva, y siempre al borde de la perplejidad.

De lo contrario, por ejemplo, uno no podría traducir a un autor como Henri Michaux, cuyas zonas de sombra, cuyas zonas de indefinición y de perplejidad son a menudo más extensas que aquellas sobre las que las estructuras de sus frases alcanzan a lanzar alguna luz. Hay una frontera entre luz y sombra, y quizá las siluetas que dibujan las luces sólo están ahí para que captemos vagamente la forma y el tamaño de las oscuridades contiguas, que ocupan casi todo el campo, un campo infinito en realidad.

¿Cómo prepararse, entonces, para traducir, cómo prepararse para la perplejidad, cómo prepararse para no estar nunca lo suficientemente preparado, para no ser nunca lo suficientemente adulto, para mantenerse en el juego de saber que no se sabe? Sabiendo, además, que el diploma, que el certificado, que la autorización a traducir no van a venir de afuera, nadie podrá dárnoslos, sólo podemos tomarlos.

De la autoridad, sólo es posible abusar, porque no hay título habilitante. Sólo uno mismo se puede habilitar, sólo uno mismo puede decir: estoy listo porque no estoy listo, seré el autor de esta tentativa.

Cada nuevo libro que traduje ha sido un desafío por esa razón: porque no estaba preparado. Cada vez, sin embargo, le aseguré a algún incauto editor que yo podía traducir el libro –incluso firmé contratos que decían que yo iba a traducir tal y cual libro–, pero era mentira: no estaba listo. Firmar un contrato, al igual que abrir un libro, al igual que abrir un cuaderno en blanco o una hoja del Word, es siempre un acto de extrema osadía y de caradurismo, es siempre una especie de salto al abismo, de salto de fe.

Todo contrato es con el Diablo, dicho esto con todo respeto. Yo creo, como Fernando Pessoa, que el Diablo, simbólicamente, es el gran mediador, el que nos habilita a amar, a descubrir, el que nos conduce a la fecunda perplejidad, el que nos incita a robar una autoridad que nadie puede otorgarnos, a ir más allá de nuestras pequeñas certezas y rozar los bordes de la maravilla o del horror.

Hay que hacerse autor para traducir, lo que conlleva desde luego una gran responsabilidad. No sólo la responsabilidad de la que siempre nos hablan cuando se enumeran las muchas deudas del traductor. Tantas deudas: con la lengua de origen, con la fluidez en la lengua de destino, con el registro adecuado, con la variedad lingüística. Sí, todo eso puede ser verdad, en muchísimos casos, con sus respectivos matices. Pero la responsabilidad nos viene sobre todo de que no hay otra autoridad a la cual apelar: hemos de tomar mil decisiones por hora, diez mil al día, un millón al mes. Somos autores de esa escritura, para nuestra propia perplejidad. ¡Qué arrogancia! Uno se arroga ese deber, ese destino. ¡Qué arrojo! Uno se arroja a las fauces de una técnica. ¡Qué miedo! Como el buceador que además de tener que volverse uno con el mar, nadar entre laberintos de coral, nadar con delfines, con mantarrayas, con peces globo, con tiburones, o con las criaturas bioluminiscentes de los abismos, está obligado a atender al mismo tiempo a los milibares de presión del tono, ceñirse a las reservas de oxígeno del ritmo, cuidarse de la mortífera despresurización de los cambios de registro… Porque ¿quién defiende, si no, a la fauna profunda del texto, entre números y contratos y el temible deber de las equivalencias, la trampa mortal de los falsos amigos, la carga siniestra de los plazos de entrega, las redes traicioneras de las variedades lingüísticas, la urgencia de parar la olla?

Por eso hace falta el temerario arrojo de no desear otra cosa, allá en el horizonte, de no perder de vista la oceánica maravilla de los intercambios poéticos mientras se boga, se brega, se aboga y se bracea y se boquea para llegar al corazón de la fosa de la lengua hecha don, hecha aire y donaire, hecha flecha, hecha hambre y hecha nombre. ¿Quién estará ahí para defender la feroz belleza de la perplejidad si uno no es relativamente intransigente en su negativa a amaestrarla?

Esencialmente, hablar de técnica, así como hablar de intuición, son meras abstracciones, entelequias: porque ellas jamás aparecen separadas, como si se las pudiese aislar en un laboratorio; no las veremos, así como los protones son indistinguibles de su propio comportamiento; son su comportamiento. Tomando la metáfora de la luz, se trata tal vez de defender la vibración a rajatabla, mientras uno lidia con las partículas, las pone aquí, las mueve allá, según su leal saber y entender sobre las técnicas y las deontologías de la traducción, pero siempre buscando eso: vibrar. Ser todo lo técnico que uno pueda capacitarse para ser, sin dejar la intuición en la puerta de la facultad. Porque la literatura, como enseñaba Nabokov, es una combinación de “intuición científica y precisión poética”. Pues hablamos de un acto de conocimiento, acto mágico si los hay, porque eso es la conciencia: aparición, pura aparición. Y el trabajo de la poesía y de la literatura es crear las condiciones técnicas para esa aparición.

 

Conferencia dictada en el Seminario de Traducción Literaria de la UNAM, coordinado por Iván García

Published March 27, 2023
© Ariel Dilon

Leggere e tradurre: prepararsi alla perplessità

Written in Spanish by Ariel Dilon


Translated into Italian by Federica Lauda

La traduzione letteraria è senza dubbio un’attività molto seria e allo stesso tempo molto pericolosa, dalla quale nessun traduttore esce del tutto indenne. Riporto qui una riflessione che, con grande esperienza, si addentra nel profondo di quest’arte, che è anche un mestiere, in cui è necessario padroneggiare “il gioco di sapere che non si sa”.

 

I

Man mano che invecchio, ho detto poco tempo fa a mio figlio, ho sempre meno voglia di parlare di questioni tecniche, e perciò quando parlo di traduzione il mio linguaggio – forse un po’ pericolosamente – diventa sempre più letterario. Quello che cerco di tradurre è uno stato dello spirito, lo stato del mio spirito mentre traduco, la disposizione d’animo – astratta a parole ma molto concreta nelle sensazioni – della mia vocazione di traduttore.

Mi viene voglia di parlare del luogo in cui nasce la mia voglia. Non perché ignori la tecnica, ma perché non sono arrivato fin qui, non ho fatto tutta questa strada alla ricerca di un semplice insieme di tecniche. Come tutti, ho dovuto prendere la barchetta della tecnica per poter navigare senza affondare, ma non è lei a fare da bussola. Mi ci è voluto tempo, comunque, per imparare a stare al timone rilassato, affidandomi ai disegni delle stelle, nel velame informato e complesso dell’intuizione. 

Non si è mai preparati per ciò che la scrittura porta con sé; se così non fosse, non varrebbe la pena né leggere né tradurre. Per tradurre un libro, e anche per leggerlo, è solo il libro che ti prepara, è il libro che fa di te il suo lettore, ed eventualmente il suo traduttore. E sempre in via provvisoria, sempre congetturale. La nostra posizione nel mondo, il nostro stesso essere, non è meno congetturale. Si tenta di decifrare, si tenta di comprendere.

Per me il senso della lettura è sempre stato quello di conoscere: conoscere la logica e la musica e la struttura di un testo; conoscere l’universo dell’altro, stivato nelle parole, che per puro caso rivela punti di contatto con il mio universo, con zone del mio universo che io stesso intuisco appena – e la speranza è sempre che l’altro conosca i nomi per evocarle, per aiutare me a nominarle; infine, per conoscere me stesso. 

Ho iniziato a sentirmi adulto, mi sembra, o qualcosa di simile all’adulto che volevo essere, cioè all’adulto che il bambino che ero giocava a essere, quando fui catturato dai libri. E non semplicemente quando sentivo che un libro mi aveva catturato del tutto, ma quando mi dava anche la sensazione che mi stesse parlando, che mi stesse insegnando il suo linguaggio per potermi parlare. 

Perché il libro – questo va precisato – non mi parlava nella mia lingua. Un libro non ti parla mai nella tua lingua, e se lo fa, non vale la pena leggerlo. Un buon libro ci parla sempre con un linguaggio estraneo, e ciò vale anche per i libri che noi stessi, forse, scriviamo. Voglio dire che c’è sempre da decifrare, c’è sempre da tradurre. E siamo sempre soli quando leggiamo, quando traduciamo. 

Io ambisco sempre a leggere in uno stato vicino alla perplessità, alla sorpresa e a volte, di conseguenza, allo smarrimento. I libri che ho amato leggere, e più tardi quelli che ho amato tradurre, sono i libri che mi lasciano perplesso. Voglio decifrarli, ma spero fortemente che rimanga sempre una zona d’ombra, una zona di indeterminazione. Lo stesso vale per ciò che scrivo io. Scrivere, tradurre, è come stare in agguato. E penso che qualsiasi autore senta, desideri, che il suo libro vada oltre la sua comprensione, che continui a sorprenderlo, a lasciarlo perplesso. Quando traduco, so che devo camminare in equilibrio su questo filo sottile per far luce sulle cose con la giusta intensità, per ri-sognare il sogno dell’autore, senza spiegarlo, senza ricondurlo ai suoi elementi consensuali, senza ridurlo alle coordinate apodittiche del reale né a un insieme di regole di traduzione.

 

II

Durante l’adolescenza pensavo fosse un mio problema quello di non capire alcune cose, perché non conoscevo determinate parole, non mi erano familiari certe espressioni, non avevo vissuto abbastanza nel mondo per coglierne tutte le ambiguità, i doppi e i triplici sensi, i diversi livelli, i giochi di parole, le intenzioni velate. 

Diventare adulto è stato scoprire che la cosa da sapere è che non si può mai sapere tutto, non si può mai capire tutto, e va bene così. Ma attenzione, come ho scoperto questa informazione cruciale sulla mia ignoranza? In un certo senso è stato grazie a un lungo allenamento alla lettura, alla scrittura e poi all’incrocio tra queste due discipline (nel senso artistico del termine): la traduzione. Un allenamento costellato di scoperte, di piccole nozioni sul mondo, sulla lingua della mia tribù, sulla lingua di altre tribù. Ma sempre dalla mia prospettiva soggettiva, e sempre al limite della perplessità.

Se così non fosse, per esempio, sarebbe impossibile tradurre un autore come Henri Michaux, le cui zone d’ombra, di indeterminazione e perplessità spesso sono più estese delle zone in cui la struttura delle frasi riesce a fare un po’ di luce. C’è una linea di confine tra luce e ombra, e forse le sagome che la luce disegna servono solo a farci captare vagamente la forma e la dimensione delle oscurità contigue, che occupano quasi tutto lo spazio, uno spazio in realtà infinito.

Ma allora come ci si prepara a tradurre, come ci si prepara alla perplessità, come si fa a non essere mai abbastanza pronti, a non essere mai abbastanza adulti, a mantenere vivo il gioco di sapere che non si sa? Sapendo, oltretutto, che il diploma, il certificato, l’autorizzazione a tradurre non arriveranno dall’esterno, nessuno ce li darà, possiamo soltanto prenderceli. 

Dell’autorità si può solo abusare, perché non esiste un’abilitazione. Solo chi traduce può abilitare se stesso, solo chi traduce può dire: sono pronto perché non sono pronto, sarò l’autore di questo tentativo. 

Ogni nuovo libro che ho tradotto è stata una sfida proprio per questa ragione: perché non ero preparato. E tuttavia ogni volta ho garantito a qualche incauto editore che sarei stato in grado di tradurre il libro – ho persino firmato contratti in cui affermavo che avrei tradotto questo o quel libro – ma erano tutte bugie: non ero affatto pronto. Firmare un contratto, aprire un libro, mettersi davanti a un foglio bianco o aprire un nuovo documento su Word è sempre un atto che richiede coraggio estremo e una gran faccia tosta, è sempre una specie di salto nel vuoto, un atto di fede. 

I contratti si fanno col Diavolo, e lo dico nel massimo rispetto. Come Fernando Pessoa, io credo che il Diavolo sia il grande mediatore, colui che ci abilita ad amare, a scoprire, colui che ci conduce alla feconda perplessità, colui che ci incita a impadronirci di un’autorità che nessuno può conferirci, a spingerci oltre le nostre piccole certezze, a sfiorare l’orlo della meraviglia o dell’orrore. 

Per tradurre bisogna diventare autori, il che ovviamente comporta una grande responsabilità. Non solo la responsabilità di cui si parla sempre quando si elencano i numerosi debiti del traduttore. Tanti debiti: verso la lingua di partenza, verso la fluidità della lingua di arrivo, verso il registro adatto, verso la varietà linguistica. Sì, tutto ciò può essere vero, in moltissimi casi e con le rispettive sfumature. Ma la responsabilità deriva soprattutto dal fatto che non c’è un’altra autorità a cui appellarsi: dobbiamo prendere mille decisioni all’ora, diecimila al giorno, un milione al mese. Siamo gli autori di queste parole, a dispetto della nostra stessa perplessità. Che arroganza! Attribuirsi questo dovere, questo destino. Che audacia! Lanciarsi nelle fauci di una tecnica. Che paura! Come un sub, che oltre a diventare un tutt’uno con il mare, attraversare labirinti di corallo, nuotare insieme ai delfini, alle mante, ai pesci palla, agli squali e alle creature bioluminescenti degli abissi, deve allo stesso tempo prestare attenzione ai millibar di pressione del tono, adeguarsi alle riserve d’ossigeno del ritmo, proteggersi dalla mortale depressurizzazione dei cambi di registro… Perché altrimenti chi è che difende la fauna delle profondità del testo dai numeri, dai contratti, dal temibile dovere delle equivalenze, dalla trappola mortale dei falsi amici, dal fardello sinistro delle date di consegna, dalle pericolose reti delle varietà linguistiche, dall’urgenza di sbarcare il lunario?

Ecco perché ci vuole la temeraria audacia di non desiderare nient’altro, lì all’orizzonte, di non perdere di vista la meraviglia oceanica degli scambi poetici mentre si rema, si lotta, si difende, ci si sbraccia e si boccheggia per raggiungere il cuore della fossa della lingua che diventa dono, diventa aria e grazia, diventa freccia, diventa fame e diventa nome. Chi ci sarà a difendere la feroce bellezza della perplessità se non si è abbastanza intransigenti nel rifiuto di addomesticarla?

In sostanza, parlare di tecnica, così come parlare di intuizione, equivale a una mera astrazione, a un’entelechia: perché non esistono l’una senza l’altra, non si possono isolare come particelle in laboratorio; non le vediamo, proprio come non distinguiamo i protoni dal loro comportamento perché essi sono il loro comportamento. Riprendendo la metafora della luce, forse si tratta di difendere la vibrazione a tutti i costi, mentre si armeggia con le particelle, mettendole qua, spostandole là, secondo la propria leale conoscenza e comprensione delle tecniche e della deontologia del traduttore, ma sempre mirando a quella cosa: la vibrazione. Utilizzare il più possibile la tecnica, senza però lasciare l’intuizione fuori dalla porta. Perché la letteratura, come insegnava Nabokov, è una combinazione di “intuizione scientifica e precisione poetica”. Parliamo quindi di un atto di conoscenza, di un atto magico per così dire, perché la coscienza non è altro che questo: un’apparizione, una pura e semplice apparizione. E il compito della poesia e della letteratura è quello di creare le condizioni tecniche per questa apparizione. 

 

Conferenza tenuta durante il Seminario sulla traduzione letteraria, UNAM, coordinato da Iván García

Published March 27, 2023
© Ariel Dilon
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