Fuera de la ley from Las homicidas

Written in Spanish by Alia Trabucco Zerán

Add

Asesinas, respondo yo, una y otra vez, cuando me preguntan por el tema de este libro. Estoy investigando casos de mujeres asesinas. Y frente a mí, como un porfiado libreto, se desata la misma escena en cada ocasión. Hombres y mujeres fruncen el ceño, me miran afligidos, mueven sus cabezas de arriba abajo y aprueban mi decisión de encarar un problema tan urgente, tan terrible, tan común en América Latina. Es mi turno. El momento en que yo, letra por letra, debo corregir su equivocación y comprobar cómo la empatía se transforma en desaprobación y recelo. En lugar de escuchar la palabra asesinas, un extraño lapsus provocaba que muchos entendieran lo contrario: asesinadas. 

Superado mi desconcierto, este malentendido me permitió entender muy pronto un asunto fundamental: era más fácil imaginar a una mujer muerta que a una mujer que mata. Y no importaba si yo decía mujeres violentas u homicidas, el mismo desliz, más cultural que auditivo, conseguía borrar la imagen perturbadora de una mujer armada y reemplazarla por una desarmada y bajo tierra. Mujeres y asesinas eran verdaderos antónimos, palabras que juntas resultaban inaudibles, inimaginables, al punto de provocar desde curiosas sorderas hasta las más aterradoras fantasías: la aparición de brujas, medeas, vampiras, femmes fatales

Este lapsus, por cierto, no ocurre con la palabra asesinos y la buena audición tampoco parece ser la responsable. Las invisibles leyes del género operan de manera soterrada, encauzando el guion de la violencia siempre en la misma dirección. Un hombre que mata, sin importar sus móviles o sus víctimas, sus armas o circunstancias, no pone en duda su masculinidad. Su acto de violencia es considerado siempre una posibilidad e incluso sirve para corroborar su estatus de verdadero hombre. Una mujer que mata, por el contrario, está dos veces fuera de la ley: fuera de las codificadas leyes penales y fuera de las leyes culturales que regulan la feminidad. Y esa doble transgresión, esa rebeldía duplicada, era la causa del decidor cortocircuito. Si yo quería escribir este libro, si mi propósito era recuperar casos emblemáticos de mujeres homicidas, sería necesario reentrenar el oído para escuchar el eco de sus disparos. 

¿Pero por qué quería yo escribir este libro? ¿Qué me llevaba a merodear entre polvorientos expedientes y enfrentar miradas de sospecha y temor? En un momento en que el feminismo se ha tomado las calles para denunciar las dimensiones epidémicas de la violencia de género, el por qué escribir ahora sobre mujeres asesinas no es una pregunta trivial. No faltarán quienes estimen que esta publicación es un error. Un innecesario desvío hacia un tema minoritario cuando recién despierta una frágil conciencia sobre quiénes son las víctimas mayoritarias del machismo. Y también estarán quienes escarben en estas páginas en busca de una tramposa equivalencia entre la violencia sistemática que sufren las mujeres y otra que es, en los hechos, excepcional. No pretendo servir al objetivo de esos lectores. Mi intención no es quitar importancia a la alarmante recurrencia de los femicidios ni promover el asesinato como un arma en la lucha feminista. Las mujeres que matan son excepcionales y es preferible que sea así. ¿Por qué abocarme entonces a las perpetradoras? ¿Qué me atrajo de las homicidas? 

El impulso que detona un libro es siempre difícil de desentrañar. Curiosidad, testarudez, morbo, deseo y rebeldía se entretejen, en la distancia, cuando pienso en los inicios de Las homicidas. A este intrincado origen se suma una intuición y una anécdota. Y empezaré por la primera. Se trata de una sospecha que me guio desde los comienzos pero que solo ahora, al final de un sinuoso recorrido, logré confirmar: recordar a las mujeres malas es también una tarea del feminismo. Y no me refiero al rescate de figuras injustamente perseguidas como las brujas que Silvia Federici salva de la hoguera de la ignorancia. Ni tampoco a la aguafiestas que Sara Ahmed revindica como la integrante más molesta y necesaria de la mesa familiar. Hablo, aquí, de verdaderas malhechoras, de asesinas confesas, de seres en el borde de lo irrecuperable, pero que son cruciales para un feminismo que busque abrir el abanico afectivo de mujeres y hombres. Hombres que ya no funden su masculinidad en la violencia y mujeres que puedan decir rabia sin perder su humanidad. 

La presión para que las mujeres seamos madres perfectas, hijas y esposas ejemplares y trabajadoras exitosas, ha alcanzado niveles insostenibles. El ángel de la casa de Virginia Woolf nos sobrevuela de cerca y arroja sus feroces demandas dentro y fuera del hogar. Resistir sus exigencias e interrogar sus intenciones es, hoy, un gesto de sobrevivencia. Preguntarle al ángel por qué debemos ser sacrificiales y pasivas, silenciosas y serviciales, y qué hay de malo en expresar nuestro enojo o frustración. Woolf propone, alevosamente, asesinarlo. Yo sugiero un mano a mano entre ese ángel y las homicidas. Frente a su mirada vigilante, propongo recobrar a quienes no fueron heroínas, a las delincuentes, a las presidiarias, incluso a aquellas que empuñaron un arma y dispararon a quemarropa. Ante sus molestas demandas, sugiero rescatar a un puñado de asesinas, mujeres extrañas, en las antípodas de Simone de Beauvoir o Amanda Labarca, cuyas vidas en nada se parecen a las de Flora Tristán o Mary Wollstonecraft, pero que permiten comprobar lo que sucede cuando defraudamos las expectativas que penden como una invisible guillotina sobre nuestras cabezas. Sus crímenes, aunque perturbadores, son una ventana privilegiada desde donde observar cómo ha cambiado el significado histórico de ser mujer. Sus contradicciones y fracasos sirven como un espejo opaco donde ver reflejados sentimientos rara vez permitidos a las mujeres. Y por eso recordarlas, revivir sus actos y sus juicios, reconstruir las escenas de sus crímenes, es fundamental para el feminismo. Vernos en ellas, verlas en nosotras y pronunciar sus nombres sin temor: Corina Rojas, Rosa Faúndez, Carolina Geel y Teresa Alfaro. 

Las razones para enfocarme en estas cuatro mujeres son muchas: las armas que empuñaron en cada ocasión, apuntando contra niños y adultos, el impacto público de sus crímenes, sus sorprendentes condenas y el haber inspirado novelas, canciones, poemas, obras de teatro y películas. Podría haber incluido a otras, es cierto. A asesinas como la norteamericana Aileen Wuornos, inmortalizada en la película Monster, o como la condesa sangrienta Erzsébet Bathory, inolvidable gracias a la escritura de Valentine Penrose y Alejandra Pizarnik. O incluso a María del Pilar Pérez, cuyos múltiples crímenes le valieron en Chile el apodo de «la nueva Quintrala» hace menos de una década. Y, por qué no, podría haberme centrado en la vieja Quintrala, Catalina de los Ríos y Lisperguer, bautizada por la crítica Alicia Muñoz como «la madre perversa de la nación chilena», y acusada durante la Colonia de envenenar a su padre, ordenar la muerte de su amante y torturar y asesinar a numerosos esclavos. Preferí, sin embargo, seguir una ruta menos transitada. Quise ver y escuchar a mujeres comunes y corrientes, profesionales, proletarias, aristócratas y empleadas domésticas, cuyos crímenes ocurrieron en el Chile del siglo veinte, pero que me permitieron escudriñar más allá de las angostas fronteras del país y de los pormenores de sus casos. 

Los crímenes perpetrados por Rojas y Faúndez, por Geel y Alfaro, provocaron en la sociedad chilena las más extremas reacciones: indignación, incredulidad, estupor, terror e incluso un elocuente silencio. ¿Era posible que asesinatos tan sangrientos hubieran sido cometidos por mujeres? ¿Se debía su violencia homicida a los avances del feminismo? ¿Es que las mujeres, al alcanzar la temida igualdad, matarían tanto como los hombres? Icónicos en la historia policial chilena, estos asesinatos ocurrieron en momentos clave del feminismo. O, tal vez, la lógica sea la inversa: cada estallido feminista contó con su asesinato ejemplar, delitos que servirían de chivo expiatorio para castigar a la mujer insubordinada. No es casual que el caso de Corina Rojas, ocurrido en 1916, coincidiera con los albores de la primera ola feminista; que el de la suplementera Rosa Faúndez fuera utilizado en 1923 para cuestionar las mortales consecuencias de la incorporación de las mujeres al mundo laboral; que el crimen cometido en 1955 por la escritora María Carolina Geel sirviera como excusa para debatir los peligros del feminismo tras la conquista del pleno derecho a voto; y que la serie de asesinatos descubierta en 1963 y protagonizada por la empleada doméstica María Teresa Alfaro, tuviera lugar en la década de la liberación sexual de las mujeres. Estos casos y sus representaciones, como anota con lucidez la intelectual argentina Josefina Ludmer, coinciden con irrupciones de las mujeres en la esfera pública y sirven para contener, mediante el castigo o el perdón, la ansiedad gatillada por los inminentes cambios a las estructuras de poder masculinas. 

A medida que avanzaba en esta investigación, mi labor se fue volviendo más y más difícil. Mis cuatro protagonistas iban perdiendo su halo de personajes míticos y se transformaban, poco a poco, en personas de carne y hueso. Por momentos me parecían rebeldes y luego sumisas, primero locuaces, después cautelosas, frías y apasionadas. Las homicidas se sumergían en una marejada que yo debía aprender a navegar. Esa tarea me tomaría varios años. Un tiempo donde debí, en primer lugar, entrenarme en el arte de la sospecha. Tenía que dudar de la palabra de abogados y doctores, interrogar el sensacionalismo de los reporteros, desconfiar de las narraciones de las novelas y comprender que una pregunta, con frecuencia, es una velada acusación. Solo si dudaba de los emisarios de la ley, que a veces son jueces y otras artistas, podría, con un poco de suerte, escuchar las voces de las asesinas. Y esas voces, las de Corina y Rosa, las de Teresa y Carolina, estaban perdidas entre otras mucho más estruendosas: entre los veredictos de las sentencias, en las letras de las canciones y en las páginas de viejos archivos que nadie había querido revisar. 

Desenterrar esos archivos fue un desafío mucho mayor de lo que esperaba. Y un episodio de mi labor como improvisada detective me demostraría los obstáculos que debería sortear. En enero del 2015, bajo un inclemente sol de verano, me encaminé al Archivo Judicial para comprobar por mí misma que no había restos de los expedientes de las homicidas. Me habían advertido en la Biblioteca Nacional, donde había encontrado algunos periódicos antiguos, que era improbable, que no perdiera mi tiempo en ese edificio derruido y atendido por funcionarios hostiles y somnolientos. Pero yo suponía que muchas sentencias debían continuar allí y que, con paciencia, encontraría lo que buscaba. Casi tres horas esperé a que me atendiera el archivero. Y cuando apareció, arrastrando los pies desde la oscuridad de su oficina, comprendí algo que tan solo intuía. Le expliqué en detalle lo que necesitaba. Sonreí. Incluso lancé algún chiste para así ganarme su simpatía. Pero él, entrecerrando los párpados, me preguntó cómo podía saber, realmente saber, que yo no andaba a la caza de otro tipo de documentos, de papeles delicados sobre tiempos que era preferible dejar atrás. ¿Qué tiempos?, fue mi pregunta. Y no le pareció necesaria una respuesta. 

Indagar en el pasado es un acto peligroso en un país fundado sobre un pacto de silencio. Ese pacto que promovió la impunidad y el miedo, que impuso más olvido que memoria y que, décadas después del fin de la dictadura, se encarnaba ahora en ese guardián. Siempre supe que ese pacto involucraba a militares y a civiles, pero desconocía su efecto corrosivo sobre el resto de la sociedad. Y aunque estas páginas no tratan sobre ese pacto ni ese silencio, aunque hurgan en otros recovecos de nuestra historia, sí revelan y quebrantan un secreto que también forma parte de ese país temeroso y amnésico. Chile quiso olvidar a Corina Rojas, a Rosa Faúndez, a Carolina Geel y a Teresa Alfaro. Quiso ocultarlas tras la gruesa cortina del amor, la pasión y los celos, hacerlas desaparecer tras la máscara de Quintralas y Medeas. Y yo, en estas páginas, quiero quitarles esa máscara de una vez. 

Ahora es el turno de una anécdota que más se parece a una confesión y que se entrelaza también con los orígenes de este libro. No hay, en mi familia, parientes que hayan protagonizado hechos de sangre, me suelo cubrir los ojos si aparece un cadáver en televisión y lo más cerca que he estado de una pistola es de un viejo trabuco (con una «c») que le regalé a mi papá como un guiño a nuestro apellido. Y pese a la distancia entre mi vida y las vidas de estas mujeres, entre mis muertos y sus muertos, entre sus condenas y las mías, aquí estoy, ante un manuscrito donde describo el filo de una daga, el efecto de un veneno y el estallido de un disparo, y la pregunta sigue ahí, revoloteando: por qué. 

Cuando era niña, en un momento ahora lejano y confuso, decidí que quería ser abogada. Creo que fantaseaba con defender los derechos humanos o con que, yo, a mis tímidos siete años, lograría poner a los victimarios tras las rejas. No recuerdo haber tenido grandes dudas, y cuando al fin surgieron, insidiosas, ya era demasiado tarde. Sentada en el último pupitre de una gran sala de la Universidad de Chile escuchaba, entre bostezos, a un profesor hablar sobre la importancia de los plazos en el derecho procesal. Más fiel a mi testarudez que a mi deseo, resistí a esas clases y a otras peores y llegué sin aliento al final de la carrera. Me faltaba nada más que hacer la práctica profesional y jurar ante la Corte Suprema que desempeñaría honradamente mi profesión. 

Corría el mes de marzo cuando llegué al edificio de la Corporación de Asistencia Judicial. Subí las escaleras hasta el tercer piso y toqué a la puerta de una oficina. Atravesadas de lado a lado, dos largas mesas hacían las veces de escritorio común donde decenas de practicantes atendían a sus nuevos representados. La secretaria me indicó que entrara, confirmó mi nombre y me entregó una montaña de carpetas. Y como al pasar, como si se tratara de un asunto sin importancia, agregó: Mañana vence uno de tus recursos de apelación. No supe qué decir. Torpemente avancé hasta el único espacio libre, una silla frente a un enorme ventanal, y me desplomé. 

Esa noche, no dormí. Me preparé un termo con café y redacté palabra por palabra el recurso que debía presentar a la mañana siguiente. A primera hora me dirigí a la oficina, dejé el borrador sobre la mesa del abogado jefe y esperé a que lo firmara para llevarlo cuanto antes al tribunal. Media hora después, una voz seca pronunció mi apellido. Me paré de un salto, abandoné mi silla y caminé hasta su escritorio. Sobre su cabeza colgaba un diploma y a un costado un calendario indicaba el vencimiento de decenas de plazos. Estiró su mano y con su dedo índice le dio unos golpecitos al documento que me había mantenido en vela. Y sin alzar la vista, negando con un vaivén de su cabeza, disparó su veredicto: No estamos aquí para escribir literatura. Un lápiz rojo había tachado párrafos completos, borroneado adjetivos y reemplazado mis palabras por otras que sonaban como el chirrido de cientos de uñas contra un pizarrón: vengo en redactar recurso, sírvase su señoría, excelentísima corte. Eran las palabras de la ley. Y yo debía memorizar sus reverencias si quería integrar el selecto grupo de letrados. 

Transcurrieron seis meses con una lentitud cruel, pero llegó el último día de mi práctica como abogada. Me faltaba solamente un rito, ese que para muchos es el inicio y para mí era el anhelado final. Recuerdo que escogí una chaqueta roja y que en mi bolsillo guardé un pasaje que me llevaría lejos ese mismo día. Pero aún más vivamente recuerdo mi alegría cuando alcé la mano y frente a ese grupo de jueces, rodeada de retratos de ilustres abogados, dije sí, sí, sí, mientras me prometía, en silencio, que nunca, jamás, volvería a pisar un tribunal. 

Mantuve mi promesa durante casi diez años. Y la rompí el día que comencé esta investigación. Temerosa, convencida de que me aguardaba alguna trampa, regresé a los tribunales de justicia, pero en lugar de someterme a sus reglas y rituales, vi ese espacio bajo una nueva luz. Un escenario trágico, donde se estrenan las más terribles obras y se definen los más dramáticos destinos. Volví a ver el estrado y al juez, vi a los defensores y al ejército de actuarios, observé la justicia ciega y su torcida balanza. Y solo bajo esa nueva luz o, acaso, esa nueva sombra, pude ver a estas cuatro mujeres más allá de su perfil criminal. Las vi de frente por primera vez y entendí que se situaban, como Medea y Lady Macbeth, como Medusa y La Quintrala, en un intersticio. Entre el mito y la realidad, entre el pasado y el presente, entre el derecho y la literatura. Las llamaría las homicidas, recobrando desde los códigos esa palabra condenatoria, homo —hombre—, caedere —matar—, ese delito indecible, impensable para una mujer, y reviviría sus vidas y sus crímenes, y crearía ficciones y realidades, y escribiría con violencia sobre la violencia, con amor sobre el amor, con miedo sobre el miedo. Escribiría este libro contra el rojo de ese lápiz y contra todos los lápices rojos que insisten, hace ya demasiado, en demarcar para nosotras las estrechas fronteras de la ley.

Published March 6, 2024
© Alia Trabucco Zerán 2019
© Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.

Outside the law from When women kill

Written in Spanish by Alia Trabucco Zerán


Translated into English by Sophie Hughes

“Women who kill,” I reply, time and again, when people ask me what my book is about. “I’m researching cases of women who kill.” And each time, as if part of a script, the same scene plays out in front of me. Men and women alike furrow their brows, wince, and then nod their heads in approval of my decision to tackle such a pressing, awful, and all-too-common problem in Latin America. It’s my turn: the moment when I must correct their mistake, word by word, and watch as their understanding becomes disapproval and suspicion. Where they should have heard the words “women killers,” a strange mental lapse made them hear the opposite: “women who have been killed.”

 

Once I got over my surprise at this repeated misunderstanding, it actually helped me to realize something fundamental: it’s easier for people to imagine a dead woman than a woman pre-pared to kill. And it didn’t matter if I said “murderous women” or “violent women.” By the same slip—more cultural than auditory—the disturbing image of an armed woman was superseded by another, inoffensive one: that of a defenseless woman, six feet under, herself murdered or the victim of violence. 

“Woman” and “killer” were true antonyms, it seemed—words that, when spoken together, proved unhearable, unthinkable, either causing selective deafness or conjuring the most terrifying flights of fancy: witches, Medea, vampires, femmes fatales.

Incidentally, this mental slip doesn’t happen when we mention “men who kill.” The invisible gender laws operate covertly and constantly, guiding the script of violence toward the same ending. When a man kills, he does not cast doubt on his masculinity, irrespective of his motives or victims, his weapons or circumstances. For a man, the possibility of his violent act is always in the air and even helps confirm his status as a “real man.” A woman who kills, on the other hand, is twice outside the law: outside both the codified laws and the cultural laws that define and regulate femininity. And it is this double transgression, this twofold rebellion, that triggers that telling slip of the ear. Writing this book, reassessing these emblematic cases of female killers, would mean precisely retraining that ear. Only then can the reverberations of their gunshots be heard.

 

But what made me want to write this book at all? What drove me to lurk in dusty archives, to be repeatedly met with looks of suspicion and fear? Today, as feminists take to the streets to decry the sweeping scale of gender-based violence, the question “why write now about women who kill?” isn’t a trivial one. Some will believe this publication to be an error of judgment, an unnecessary departure just as we slowly begin to shape a fragile awareness of the primary victims of machismo. There will also be readers who search these pages for a false equivalence between the systematic violence suffered by women and another, statistically exceptional kind. I don’t intend to oblige those readers. My aim is not to minimize the alarming recurrence of femicide, or, much less, to endorse killing as a weapon in the feminist struggle. Women who kill are the exception and it’s better that they remain that way. Why, then, focus on female offenders? What interested me in women who kill?

It’s never easy to pick apart the driving impulse behind a book. Interest, pigheadedness, morbid curiosity, desire, and a rebellious streak are all there in the background when I think about the earliest stages of writing When Women Kill. To this, I could also add an intuition and an anecdote. The former was a suspicion that steered me from the very start, but that only now, at the end of a long and winding journey, can I state with any conviction: remembering “bad” women is also a task of feminism. And I don’t mean reclaiming wrongly persecuted figures like the witches Silvia Federici rescues from the stakes, or the killjoys Sara Ahmed vindicates as both the most disruptive and the most necessary members at the family dinner table. I’m speaking, rather, of the genuine wrongdoers, proven killers, almost irredeemable beings who are, at the same time, essential to a feminism intent on expanding accepted ideas of what men and women should feel, to include men who no longer base their masculinity on violence and women who are able to express rage without being seen as somehow less human.

 

The pressure on women to be perfect mothers, exemplary daughters and wives, and successful professionals has reached unsustainable levels. Virginia Woolf’s angel in the house looms overhead, hurling her ruthless demands at us, both inside and outside the home. In today’s world, resisting her call and questioning her intentions is a matter of survival; we must ask the angel why we have to remain sacrificial and passive, silent and servile, and what is so bad about expressing our anger and frustration. Woolf treacherously proposes to kill her. I propose that the angel go mano a mano with the women killers. I propose that, confronted with the angel’s penetrating gaze, we recover all the antiheroines: the crooks, the convicts, and even those women who picked up a gun, aimed it at their victims, and shot them at point-blank range. In the face of the angel’s vexing demands, I propose we rescue a handful of women killers: strange women who are the antitheses of feminist figures like Simone de Beauvoir or Amanda Labarca, Flora Tristan or Mary Wollstonecraft, but who enable us to see what happens when we fail to meet the expectations that hang, like an invisible guillotine blade, above our heads. Their crimes, while disturbing, are a privileged window from which to observe how the very meaning of womanhood has changed over time. Their contradictions and failures act as a mirror, reflecting back typically “un-feminine” emotions. And that is why remembering these women, retracing their movements and reconstructing their trials and crime scenes, is so vital for feminism. To see ourselves in them, to see them in us and to speak their names without fear: Corina Rojas, Rosa Faúndez, Carolina Geel, and Teresa Alfaro. 

There are many reasons I chose to focus on these four women: the weapons they used for their respective killings, which targeted children and adults alike; the public impact of their crimes; their surprising sentences; and the fact that, between them, they inspired novels, songs, poems, plays, dance performances, and films. I could have included other women. Female serial killers like the North American Aileen Wuornos, immortalized in the feature film Monster, or the cruel Countess Elizabeth Báthory de Ecsed, etched in our memories thanks to the writings of Valentine Penrose and Alejandra Pizarnik.
Or even Catalina de los Ríos y Lisperguer, better known as La Quintrala and dubbed “Chile’s perverse mother” by the critic Alicia Muñoz, accused of poisoning her father, ordering her lover’s assassination, and torturing and murdering numerous slaves during the colonial era. Or I could have focused on María del Pilar Pérez, whose serial crimes earned her the nickname “the new Quintrala” in Chile just a decade ago. I chose, however, to take a less trodden path. I wanted to focus on everyday women, on professionals, the working class, aristocrats, and domestic employees whose crimes, despite taking place in twentieth-century Chile, would allow me to see beyond the country’s narrow borders and the specifics of each individual case.


The crimes committed by Rojas, Faúndez, Geel, and Alfaro sparked the most extreme reactions within Chilean society: indignation, incredulity, astonishment, terror, and even a telling silence. Could such bloody murders really have been committed by women? Did they owe their homicidal violence to advances in feminism? Would women, on achieving the all-feared equality, start killing as liberally as men? Iconic in
Chilean criminal history, these murders also took place at key moments for feminism. Or perhaps the reverse is true: each feminist milestone came with its own exemplary murder, crimes used as excuses to put the insubordinate woman in her place. It’s no accident that Corina Rojas’s case, which took place in 1916, coincided with the emergence of the first wave of feminism; or that the case of the news vendor Rosa Faúndez was used in 1923 to question the deadly consequences of incorporating women into the world of work; or that the crime committed in 1955 by the writer María Carolina Geel became an excuse to discuss the perils of feminism after women in Chile won the full right to vote; or that the series of murders committed by the domestic servant María Teresa Alfaro and uncovered in 1963 took place in the decade of women’s sexual liberation. As the Argentine intellectual Josefina Ludmer lucidly notes, these legal cases and the subsequent representation of them by the press and in the arts coincide with the explosion of women into public life, and help to relieve—be it via punishment or pardon—the anxieties brought on by impending changes to the structures of male power.
My job became harder as the research went on. My four protagonists were slowly losing their mythical halos and transforming into flesh-and-blood people. At times they seemed rebellious, at others submissive. First talkative, then cagey. Cold, and then passionate. These women killers plunged me into roiling waters, and I had no choice but to learn how to swim. This undertaking stretched on for several years, during which time, first and foremost, I had to train myself in the art of suspicion. I had to doubt the word of lawyers and doctors, question the sensationalism of reporters, take novel plots with a pinch of salt, and slowly learn that a question is often a veiled accusation. Only by doubting the emissaries of the law—often judges, but also artists and creators—would I be able, with a little luck, to hear the killers’ own voices. And their voices— those of Corina and Rosa, Teresa and Carolina—had been lost among others far more strident: verdicts, song lyrics, pages of long-forgotten archives.

Raking up these archives was a bigger challenge than I had anticipated. One particular episode of my improvised role as detective exemplifies the kinds of hurdles I had to overcome. One day in January 2015, with the fierce summer sun beating down on me, I headed to the Santiago court archives to see for myself if anything remained of the women’s case files. I’d been told at the national library, where I’d managed to dig out some old newspapers, that it was unlikely, that I shouldn’t waste my time in that crumbling building run by hostile, half-asleep functionaries. But I suspected that a lot of case files must still be there and that, with a little patience, I would find what I was looking for. Almost three hours I waited for the archivist to see me, and when he did appear, dragging his feet out of his gloomy office, I was immediately able to confirm a nagging suspicion. I explained to him in detail what I needed. I smiled. I even cracked the odd joke to try to win him over. But, squinting his eyes, he asked me how he could “be sure, absolutely sure” that I wasn’t searching for a different type of document altogether: files containing delicate information about times best left in the past. “What times would those be?” I asked. He didn’t deem it necessary to reply.
Delving into the past is a dangerous undertaking in a country founded on a pact of silence—a pact that fostered impunity and fear, that favored forgetting over remembering and that, decades after the end of the dictatorship, was now embodied in this guardian of the national archives. I always knew the military and police were in on the pact, but I had been blind to its destructive effect on wider society. And even though the following pages aren’t strictly about that pact of silence, even though they explore other hidden recesses of our history, they also reveal and subsequently shatter another secret that forms part of a frightened, amnesic country. Chile tried to forget Corina Rojas, Rosa Faúndez, Carolina Geel, and Teresa Alfaro.
It tried to make them disappear behind tales of love, passion, and jealousy, to hide them behind witch masks, Quintrala masks, Medea masks. Masks that, in these pages, I want to remove for good.
As for the anecdote that helps explain why I wanted to write this book, it’s really more of a confession. No one in my family has ever been at the center of a bloody crime. I’m the sort of person who covers her eyes if a dead body appears on television. And the closest I’ve ever been to a gun is when I gave my father an old Trabuco (with only one c) as a gift, in a nod to our surname. Yet despite the gulf between my life and the lives of the women in this book, between my dead and theirs, their convictions and my own, here I am, sitting in front of a manuscript that describes in minute and vivid detail the blade of a dagger, the specific effect of a poison, the sound of a gun blast. And the question remains: why?

 

A long time ago, when I was a little girl, I decided I wanted to become a lawyer. I think I fantasized about defending human rights and how I—at the ripe old age of seven—would find a way to put wicked murderers behind bars. I don’t remember having had any real doubts about this professional choice, and when the doubts did eventually start to creep up on me, it was already too late: sitting in the back row of a huge lecture hall in the University of Chile, I was yawning away, listening to a professor talk to us about the importance of legal deadlines in procedural law. I got through these classes—and worse ones—more out of stubbornness than any real desire to be there, and arrived, breathless, at the end of my degree. My last requirements were to complete a professional internship and swear before the Supreme Court that I would undertake my profession honorably.
It was March when I made my way up to the legal aid services building. I climbed the stairs to the third floor and knocked on the door to an office. Two long tables pushed together served as a shared desk where dozens of lawyers attended to their new clients. The secretary waved me in, checked my name, and handed me a mountain of files. In passing, as if it were nothing, she added, “One of your appeals expires tomorrow.” I didn’t know what to say. I clumsily made my way to the one free space, a chair facing a huge window, and collapsed into it.
I didn’t sleep at all that night. I made myself a flask of coffee and painstakingly wrote the legal appeal I would have to present the following morning. Early the next day, I went back to the office, left the draft of my appeal on the head lawyer’s desk, and waited for him to sign it so I could run it over as quickly as possible to the court. Half an hour later, a brusque voice called out my last name. I jumped up out of my chair and hurried over to the lawyer’s desk. A diploma hung on the wall above his head and dozens of legal case deadlines were marked up on a calendar. With his forefinger, he reached out and tapped the document that had kept me awake all night. Then, shaking his head but without even looking up, he shot back his verdict: “We’re not here to write literature.” Entire lines had been crossed out in red pen, all the adjectives deleted and my words replaced with others that sounded to my ears like the screeching of hundreds of nails on a chalkboard: “I hereby appeal,” “We kindly request Your Honor,” “If it please the Court.” They were the words of the law. And I was to commit its terms of reverence to memory if I wanted to join the select company of lawyers. 

The following six months went by painfully slowly, but finally the last day of my internship as a law student arrived. All that remained was a ritual—one that for many marks the beginning of their career, but for me marked its longed-for end. I remember I put on a red jacket, and into one of its pockets I slipped a ticket for that very day to somewhere far, far away. But I remember even more vividly my joy when I held up my hand and, standing before a bench of judges, surrounded by portraits of distinguished lawyers, I responded I do, I do, I do, while inside I promised myself that I would never, ever, set foot in a courtroom again.

 

I kept that promise for almost a decade, only breaking it the day I began researching for this book. I returned to the courts of justice feeling jumpy, convinced that I was going to fall into some kind of trap. But this time, instead of submitting to its rules and rituals, I saw it in an entirely new light: as a tragic stage on which the most miserable dramas play out and the most dramatic fates are decided. I saw the bench and the judge, the defense lawyers and the army of court clerks, blindfolded Lady Justice and her crooked scales. And only in that new light—or, you might say, that new shade—could I see beyond the criminal profiles of these four women. For the first time, I saw them clearly and I understood that they—like Medea and Lady Macbeth, like Medusa and La Quintrala—existed at an interstice: between myth and reality, the past and the present, the law and literature. I would call them “las homicidas,” taking their final convictions of homicide (homo, “man”; caedere, “to kill”)—that unspeakable, unthinkable crime for a woman—and prefixing it with the feminine definitive article “las”: “homicidal women.” I would revisit the lives and crimes of these women who killed. I would create both fictions and realities around them. I would write with violence about violence, with love about love, and with fear about fear. I would write this book to counter that lawyer’s red pen and all the red pens that have defined the narrow confines of the law for all women, and for too long.

Published March 6, 2024
© Alia Trabucco Zerán 2019
© Sophie Hughes 2022
© And Other Stories 2022

 

Fuorilegge from Las homicidas

Written in Spanish by Alia Trabucco Zerán


Translated into Italian by Gina Maneri

Assassine, rispondo sempre quando mi chiedono qual è l’argomento del mio libro. Sto studiando casi di donne assassine. E ogni volta, come un copione già noto, si verifica la stessa scena. Uomini e donne aggrottano la fronte, mi guardano compunti, fanno cenno di sì con la testa e approvano la mia decisione di affrontare un problema così urgente, così terribile, così comune in America latina. È il mio turno. Il momento in cui devo correggere l’equivoco, scandendo lettera per lettera, e constatare come l’empatia si trasforma in disapprovazione e diffidenza. Invece di sentire “assassine”, per uno strano lapsus tanti capiscono il contrario: “assassinate”.

Superato lo sconcerto, il malinteso mi ha permesso presto di capire un punto fondamentale: era più facile immaginare una donna morta che una donna che uccide. Potevo anche dire donne violente o omicide, ma lo stesso abbaglio, più culturale che uditivo, riusciva a cancellare l’immagine perturbante di una donna armata e sostituirla con una disarmata e sotto terra. Donne e assassine era un vero e proprio ossimoro, parole inascoltabili se messe insieme, inimmaginabili, al punto di provocare curiosi fenomeni di sordità o le fantasie più terrificanti: l’evocazione di streghe, medee, vampire, femmes fatales.

Questo genere di lapsus, peraltro, non si dà con la parola assassini, e anche in questo caso l’udito non c’entra. Le invisibili leggi di genere agiscono in modo sotterraneo, incanalando il copione della violenza sempre nella stessa direzione. Un uomo che uccide, non importa quale sia il movente e chi la vittima, quali l’arma e le circostanze, non mette in discussione la propria mascolinità. Il suo atto violento rientra nel novero delle possibilità e addirittura ne conferma la condizione di vero uomo. Una donna che uccide, al contrario, è doppiamente fuorilegge: fuori dalle leggi penali codificate e fuori dalle leggi culturali che regolano la femminilità. E quella doppia trasgressione, quella ribellione duplicata era la causa dell’eloquente cortocircuito. Se volevo scrivere questo libro, se il mio intento era rintracciare casi emblematici di donne omicide, sarebbe stato necessario riaddestrare l’udito per sentire l’eco dei loro spari.

Ma perché volevo scrivere questo libro? Cosa mi portava a frugare tra polverosi dossier e affrontare sguardi pieni di sospetto e di timore? In un momento in cui il femminismo è sceso in piazza per denunciare le dimensioni epidemiche della violenza di genere, perché scrivere di donne assassine non è una domanda banale. Di sicuro ci sarà qualcuno che riterrà questa pubblicazione un errore. Un’inutile divagazione in un tema minoritario proprio quando si è appena risvegliata una fragile coscienza di quali sono in maggioranza le vittime del maschilismo. E ci sarà anche chi scaverà in queste pagine in cerca di un’ingannevole equivalenza tra la violenza sistematica subita dalle donne e una violenza, di fatto, eccezionale. Non è mia intenzione servire agli scopi di quei lettori. Non voglio sminuire la frequenza allarmante dei femminicidi né promuovere l’assassinio come arma di lotta femminista. Le donne che uccidono sono un’eccezione ed è meglio che sia così. Perché allora accostarmi alle autrici di quei delitti? Cosa mi ha attratto nelle omicide?

Lo stimolo che innesca un libro è sempre difficile da individuare. Quando ripenso alla nascita de Las homicidas, vedo un intreccio di curiosità, cocciutaggine, interesse morboso, desiderio e ribellione. A queste origini intricate si aggiungono un’intuizione e un aneddoto. Comincerò dalla prima. Si tratta di un sospetto che mi ha guidato fin dall’inizio ma che solo ora, al termine di un percorso tortuoso, sono riuscita a confermare: anche ricordare le donne malvagie è un compito del femminismo. E non mi riferisco alla riabilitazione di figure ingiustamente perseguitate come le streghe che Silvia Federici salva dalla pira dell’ignoranza. E neanche alla guastafeste che Sara Ahmed rivendica quale commensale più fastidiosa e necessaria al desco familiare. Sto parlando di vere malfattrici, di assassine confesse, di donne al limite dell’irrecuperabile, ma cruciali per un femminismo che voglia ampliare il ventaglio affettivo di uomini e donne. Uomini che non fondino più la loro mascolinità sulla violenza e donne che possano esprimere la rabbia senza perdere la loro umanità.

La pressione con cui a noi tutte viene imposto di essere madri perfette, figlie e mogli esemplari e professioniste di successo ha raggiunto livelli insostenibili. L’angelo del focolare di Virginia Woolf aleggia intorno a noi e ci assilla con le sue feroci richieste dentro e fuori casa. Opporre resistenza alle sue pretese e interrogare le sue intenzioni è oggi un gesto di sopravvivenza. Chiedere all’angelo perché mai dobbiamo essere sacrificali e passive, mute e servizievoli, e cosa c’è di male nell’esprimere la nostra rabbia o frustrazione. Woolf propone perfidamente di assassinarlo. Io suggerisco invece che quell’angelo e le omicide si prendano per mano. Sotto il suo sguardo vigile, propongo di recuperare donne che non sono state eroine, donne delinquenti, detenute, anche donne che hanno impugnato un’arma e sparato a bruciapelo. In risposta alle importune pretese dell’angelo, suggerisco di riscattare dall’oblio un pugno di assassine, di donne estranee, agli antipodi di Simone de Beauvoir o di Amanda Labarca, con vite che in nulla assomigliano a quelle di Flora Tristán o Mary Wollstonecraft, ma che ci permettono di constatare cosa succede quando deludiamo le aspettative che ci pendono come una ghigliottina invisibile sulla testa. I loro delitti, per quanto sconvolgenti, sono una finestra privilegiata da cui osservare com’è cambiato il significato storico dell’essere donna. Le loro contraddizioni e i loro fallimenti fungono da specchio opaco in cui vedere riflessi sentimenti di rado concessi alle donne. Ed è per questo che ricordarle, ripercorrere i loro atti e i processi che le hanno viste sul banco degli imputati, ricostruire le scene dei loro delitti è fondamentale per il femminismo. Vederci in loro, vederle in noi e pronunciare i loro nomi senza timore: Corina Rojas, Rosa Faúndez, Carolina Geel e Teresa Alfaro.

Le ragioni che mi hanno portata a concentrarmi su queste quattro donne sono tante: le armi che hanno impugnato, usate contro bambini e adulti, la risonanza pubblica dei loro delitti, le condanne sorprendenti e il fatto di avere ispirato romanzi, canzoni, poesie, opere teatrali e film. Avrei potuto includerne altre, certo. Assassine come la statunitense Aileen Wuornos, immortalata nel film Monster, o come la contessa sanguinaria Erzsébet Bathory, resa indimenticabile dalla penna di Valentine Penrose e Alejandra Pizarnik. O anche María del Pilar Pérez, i cui plurimi omicidi le hanno valso in Cile, meno di dieci anni fa, il nomignolo di “nuova Quintrala”. E poi, perché no, avrei potuto occuparmi della vecchia Quintrala, Catalina de los Ríos y Lisperguer, battezzata dalla critica Alicia Muñoz “la madre perversa della nazione cilena”, e accusata all’epoca della Colonia di avere avvelenato il padre, ordinato la morte dell’amante e torturato e assassinato numerosi schiavi. Invece ho preferito seguire una strada meno battuta. Ho voluto vedere e ascoltare donne come tante altre, professioniste, proletarie, aristocratiche e donne di servizio, che hanno commesso i loro crimini nel Cile del XX secolo ma mi hanno permesso di guardare oltre gli angusti confini del paese e lo specifico dei casi che le hanno viste coinvolte.

Gli omicidi commessi da Rojas e Faúndez, da Geel e Alfaro hanno suscitato nella società cilena le reazioni più estreme: indignazione, incredulità, stupore, terrore e persino un silenzio eloquente. Possibile che delitti così sanguinosi fossero opera di donne? Quella violenza omicida era frutto dei progressi del femminismo? Una volta raggiunta la temuta uguaglianza, le donne avrebbero ucciso tanto quanto gli uomini? Iconici nella storia giudiziaria cilena, questi omicidi si sono verificati in momenti chiave del femminismo. O forse la logica va invertita: ogni balzo avanti del femminismo ha avuto il suo delitto esemplare, crimini che sarebbero serviti da capro espiatorio per punire la donna insubordinata. Non è fortuito che il caso di Corina Rojas, del 1916, abbia coinciso con gli albori della prima ondata femminista; che quello della venditrice ambulante di giornali Rosa Faúndez sia servito nel 1923 a sottolineare le fatali conseguenze dell’inserimento delle donne nel mondo del lavoro; che il delitto commesso nel 1955 dalla scrittrice María Carolina Geel sia stato preso a pretesto per discutere dei pericoli del femminismo dopo la conquista del pieno diritto al voto; e che la serie di omicidi scoperti nel 1963 a opera della donna di servizio María Teresa Alfaro si sia verificata nel decennio della liberazione sessuale delle donne. Questi casi e le loro rappresentazioni, come nota con lucidità l’intellettuale argentina Josefina Ludmer, coincidono con irruzioni delle donne nella sfera pubblica e servono a contenere, mediante la condanna o il perdono, l’ansia innescata dagli imminenti cambiamenti nelle strutture di potere maschili.

Man mano che mi addentravo in questa ricerca, il mio lavoro si faceva sempre più difficile. Le mie quattro protagoniste cominciavano a perdere l’aura di personaggi mitici per trasformarsi, a poco a poco, in persone in carne e ossa. In certi momenti mi apparivano ribelli e poco dopo sottomesse, dapprima loquaci e poi guardinghe, una volta fredde e un’altra appassionate. Le omicide si immergevano in marosi in cui dovevo imparare a navigare. Il compito mi avrebbe richiesto diversi anni. Un lasso di tempo in cui ho dovuto, in primo luogo, allenarmi nell’arte del sospetto. Dovevo dubitare della parola di avvocati e medici, interrogare il sensazionalismo dei giornalisti, diffidare delle narrazioni dei romanzi e capire che spesso una domanda è una velata accusa. Solo se dubitavo degli emissari della legge, che a volte sono giudici e altre volte artisti, sarei riuscita, con un po’ di fortuna, a sentire le voci delle assassine. Voci, quelle di Corina e di Rosa, di Teresa e di Carolina, sperdute in mezzo ad altre molto più fragorose: in mezzo alle parole delle sentenze, ai testi delle canzoni e alle pagine di vecchi dossier che nessuno aveva voluto riaprire.

Disseppellire quei documenti è stata una sfida più ardua del previsto. E un episodio dei miei sforzi come detective improvvisata mi avrebbe dimostrato quanti ostacoli avrei dovuto superare. Nel gennaio 2015, sotto un inclemente sole estivo, mi sono avviata verso l’Archivio giudiziario per verificare con i miei occhi che non restavano tracce degli incartamenti riguardanti le donne omicide. Alla Biblioteca nazionale, dove avevo trovato alcuni vecchi giornali, mi avevano avvertito che era improbabile fosse rimasto qualcosa, consigliandomi di non perdere tempo in quell’edificio fatiscente in cui lavoravano funzionari ostili e sonnacchiosi. Io però ritenevo che molte sentenze dovessero essere ancora lì e che, con un po’ di pazienza, avrei trovato quel che cercavo. Ho aspettato per quasi tre ore che l’archivista mi desse retta. E quando è emerso dal suo ufficio buio strascicando i piedi ho capito una cosa che intuivo soltanto. Gli ho spiegato nel dettaglio di cosa avevo bisogno. Ho sorriso. Ho persino fatto qualche battuta per accattivarmi le sue simpatie. Ma lui ha socchiuso gli occhi e mi ha chiesto come faceva a sapere, a essere davvero certo che non stavo andando a caccia di documenti di altro genere, di carte delicate su tempi che era meglio lasciarsi alle spalle. Quali tempi?, è stata la mia domanda. E a lui non è sembrato necessario rispondere.

Indagare nel passato è un atto pericoloso in un paese che si fonda su un patto del silenzio. Il patto che ha favorito l’impunità e la paura, che ha imposto più l’oblio che la memoria e che, a decenni dalla fine della dittatura, si incarnava ora in quel custode. Ho sempre saputo che coinvolgeva militari e civili, ma non ne conoscevo gli effetti devastanti sul resto della società. E anche se queste pagine non riguardano quel patto né quel silenzio, anche se rovistano in altri angoli nascosti della nostra storia, nondimeno rivelano e infrangono un segreto che appartiene a sua volta al nostro paese timoroso e smemorato. Il Cile ha voluto dimenticare Corina Rojas, Rosa Faúndez, Carolina Geel e Teresa Alfaro. Ha voluto occultarle dietro la spessa cortina dell’amore, la passione e la gelosia, farle scomparire dietro la maschera di una Quintrala o una Medea. E io, in queste pagine, voglio far cadere quella maschera una volta per tutte.

È venuto il momento di un aneddoto che assomiglia più a una confessione e che si intreccia alle origini di questo libro. Nella mia famiglia nessuno è mai stato coinvolto in fatti di sangue, se mostrano un cadavere in televisione mi copro gli occhi e quanto ad armi da fuoco, l’unica che ho visto da vicino è un vecchio trombone che una volta ho regalato a mio padre con una strizzata d’occhio al nome della nostra famiglia [trabuco, con una sola c, significa trombone, N.d.T.]. E nonostante la distanza tra la mia vita e la vita di quelle donne, tra i miei morti e i loro, tra le loro condanne e le mie, eccomi qui con un manoscritto in cui descrivo il filo di un pugnale, l’effetto di un veleno e il fragore di uno sparo, e la domanda aleggia ancora nell’aria: perché.

Quand’ero bambina, in un momento ormai lontano e confuso, avevo deciso che volevo fare l’avvocata. Probabilmente fantasticavo di difendere i diritti umani oppure, con i miei timidi sette anni, di riuscire a mettere i carnefici dietro le sbarre. Non ricordo di avere mai avuto grossi dubbi, e quando alla fine i dubbi sono arrivati, insidiosi, ormai era troppo tardi. Seduta all’ultimo banco di una grande aula dell’Universidad de Chile ascoltavo, tra uno sbadiglio e l’altro, un professore parlare dell’importanza dei termini nel diritto processuale. Sorretta dalla mia cocciutaggine più che da un reale desiderio, resistetti a quelle lezioni e ad altre anche peggiori e arrivai senza fiato al termine del corso di studi. Mi mancava solo la pratica forense e poi dovevo giurare davanti alla Corte suprema che avrei svolto onestamente la professione.

Correva il mese di marzo quando mi presentai alla Corporación de Asistencia Judicial, l’organismo pubblico che fornisce assistenza legale gratuita a chi non se la può permettere. Salii le scale fino al terzo piano e bussai alla porta di un ufficio. Due lunghi tavoli, che occupavano tutta la stanza, da un capo all’altro, fungevano da scrivania comune per le decine di praticanti che vi ricevevano i nuovi assistiti. La segretaria mi fece segno di entrare, verificò il mio nome e mi consegnò una montagna di dossier. E un po’ en passant, come un dettaglio secondario, aggiunse: Domani scadono i termini di uno dei tuoi ricorsi in appello. Non seppi cosa dire. Raggiunsi goffamente l’unico posto libero, una sedia davanti a un enorme finestrone, e mi accasciai.

Quella notte non dormii. Mi preparai un thermos di caffè e, una parola dopo l’altra, redassi il ricorso che avrei dovuto presentare il giorno dopo. Al mattino, di buon’ora, andai in ufficio, misi la bozza sul tavolo dell’avvocato capo e aspettai che la firmasse per portarla in tribunale al più presto. Mezz’ora dopo, una voce secca pronunciò il mio cognome. Mi alzai di scatto dalla sedia e raggiunsi la sua scrivania. Sopra la sua testa era appeso un diploma e, accanto al diploma, un calendario su cui erano segnate decine di scadenze di termini. Lui allungò la mano e con l’indice picchiettò sul documento che mi aveva tenuto sveglia tutta la notte. E senza alzare gli occhi, limitandosi a scuotere la testa, emise il verdetto: Non siamo qui per scrivere letteratura. Una matita rossa aveva cancellato interi paragrafi, eliminato aggettivi e sostituito le mie parole con altre che suonavano come la famosa unghia sulla lavagna: avverso tutti i capi della succitata sentenza, per il tramite di, si chiede che l’Ill.mo Giudice adito voglia annullare… Erano le parole della legge. E io dovevo impararne i barocchismi se volevo entrare a far parte dell’esclusivo club degli avvocati.

Sei mesi passarono con crudele lentezza, ma alla fine arrivò l’ultimo giorno del mio praticantato come avvocata. Mi mancava soltanto un rito, quello che per molti è l’inizio e per me era la sospirata fine. Ricordo di aver scelto una giacca rossa e di essermi messa in tasca un biglietto che quello stesso giorno mi avrebbe portata lontano. Ma il ricordo più vivido è quello della gioia con cui alzai la mano e davanti a quel gruppo di giudici, circondata dai ritratti di illustri avvocati, dissi sì, sì, sì, mentre promettevo a me stessa che non avrei più messo piede in un tribunale, mai più.

Ho mantenuto la promessa per quasi dieci anni. E l’ho infranta il giorno in cui ho cominciato questa ricerca. Timorosa, convinta che mi aspettasse qualche trappola, sono tornata nei tribunali di giustizia, ma invece di sottomettermi alle loro regole e ai loro rituali ho visto quello spazio in una luce diversa. Un tragico palcoscenico, su cui si rappresentano le opere più tremende e si definiscono i destini più drammatici. Ho rivisto le aule e i giudici, i difensori e l’esercito di ufficiali giudiziari, ho osservato la giustizia cieca e la sua bilancia che pende sempre da una parte. E solo in quella nuova luce, o forse in quella nuova ombra, sono riuscita a vedere queste quattro donne al di là del loro profilo criminale. Me le sono trovate di fronte per la prima volta e ho capito che, come Medea e Lady Macbeth, come Medusa e La Quintrala, si situavano in un interstizio. Fra il mito e la realtà, fra il passato e il presente, fra il diritto e la letteratura. Le avrei chiamate le omicide, recuperando dai codici quella parola di condanna, homo – uomo – e caedere – uccidere –, quel delitto indicibile, impensabile per una donna, e ne avrei ricostruito la vita e i crimini, e avrei creato storie inventate e reali, e avrei scritto con violenza della violenza, con amore dell’amore, con paura della paura. Avrei scritto questo libro contro il rosso di quella matita e contro tutte le matite rosse che insistono, da troppo tempo ormai, a tracciare per noi donne i rigidi confini della legge.

Published March 6, 2024
© Gina Maneri
© Alia Trabucco Zeràn 2019

Alia Trabucco Zeràn torna in libreria a marzo 2024 con Pulita, nella traduzione di Gina Maneri per le Edizioni SUR.


Other
Languages
Spanish
English
Italian

Your
Tools
Close Language
Close Language
Add Bookmark