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Premio Babel-Laboratorio Formentini 2018
From Dejen todo en mis manos

From Dejen todo en mis manos

Written in Spanish by Mario Levrero

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I

—La novela es buena —dijo el Gordo, e hizo una pausa significativa—. Pero…

Podía habérmelo imaginado, porque sé desde hace unos cuantos años que mis novelas pertenecen a esa clase; buenas, pero… Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero…

Levanté una mano como para detener el tránsito.

—Perfecto —dije—. Ya entendí. Ahorrate el discurso. Eso, desde luego, no era posible. El Gordo debía forzosamente vomitar su discurso culpable, y yo lo debía soportar, pues forma parte del ser nacional. Hay algo terriblemente culpable en el hecho mismo de ser uruguayo, y por lo tanto nos resulta imposible decir no clara, franca y definitivamente. Es preciso agregar un enorme palabrerío para justificar ese no, siempre y cuando lleguemos a pronunciarlo; más a menudo nos enredamos en transacciones complicadas, viciadas de irrealidad, que suelen conducir a desastres monumentales.

Escuché, pues, con resignación, sobre las actuales dificultades de la industria editorial en nuestro país, como si fuera un tema novedoso, como si el Gordo lo hubiera descubierto tras profundas meditaciones y encuestas. Como si en nuestro país existiera una industria editorial. Como si nuestro país fuera un país.

Y después venía la demostración de buena voluntad; él me apreciaba y la editorial me recibía con los brazos abiertos.

—Si tuvieras algo…

—Cortala, Gordo —interrumpí, más con humor que con fastidio—. Lo sabés muy bien: si tuviera «algo» no se lo traería a ustedes; intentaría colocárselo a los españoles, o por lo menos a los argentinos.

No agregué mi discurso ideológico; ya me tiene un poco harto: si yo tuviera «algo», no sería yo mismo, y me odiaría tanto que abandonaría la literatura. Siempre consideré preferible picar piedras, con una pesada bola de hierro unida al tobillo por una gruesa cadena, a matar el libre acto creativo pensando en el público. Pero es cierto que no tengo experiencia en picar piedras.

—Dejámela —insistió el Gordo, devorado por la culpa.

Además, lo sé buen lector, y me constaba que la novela le había gustado verdaderamente y le daba auténtica lástima no publicarla. Llegábamos, pues, a la etapa de las transacciones desastrosas. (Dejámela. En la próxima feria, tal vez…)

—Gordo —expliqué pacientemente—, te traje la novela porque necesito dinero, y tardaste mucho tiempo en leerla, y mi necesidad es abrumadora. Tengo los bolsillos vacíos. Necesito algo ya mismo. Dame un adelanto de mil dólares y quedate con los derechos. La publicás o no; eso no me interesa. Lo que sí me interesa es conseguir billetes, ahora.

—Sabés que no soy yo quien resuelve. Debería consultar con el viejo.

No dijo «debo», sino «debería», pero decidí oír mal, y dije «bueno», y me volví a sentar, y me puse cómodo, echado hacia atrás, con la cabeza reclinada contra el borde superior del respaldo como para dormir.

—Te espero —agregué.

Se levantó con pocas ganas y fue hasta el despacho contiguo a representar la comedia. Desde luego, todo era inútil, pero quería hacerlo sufrir un poco y, por otra parte, me sentía cómodo. En mi casa no hay sillones. Debo haberme quedado dormido durante un minuto o dos, porque apareció un hombre con una gran nariz roja, de payaso, y me dijo en francés una frase incomprensible de seis sílabas.

Cuando volvió el Gordo tuve un pequeño sobresalto. Ocupó otra vez su lugar en un sillón frente al mío, y habló. O yo seguía soñando, o bien se había producido un gravísimo desajuste cósmico.

—Dos mil —dijo, muy sonriente—. Te conseguí dos mil dólares.

II

—Dejemos momentáneamente aparte el asunto novela; eso es como ya te expliqué, y según el viejo ahora no podemos hacer nada. Pero… —la pausa dramática, con el índice levantado— necesitamos un trabajito. Podés hacerlo fácilmente, y te ganás dos mil. Sería una pequeña investigación.

Pensé, desde luego: «La Biblioteca Nacional». Me preparé mentalmente para tres o cuatro meses entre libros y revistas viejas, y diarios que se hacen polvo entre los dedos. Podía ser. No es mi fuerte, no es mi pasión, pero podía ser. Ya había terminado aquella novela y no tenía ningún proyecto especial.

Pero el asunto era otro.

—Recibimos un sobre con un original escrito a mano. Una novela más bien corta. Lo tuve unos dos meses medio traspapelado, y un día apareció y quise echarle un vistazo. Vos sabés, no obstante la letra manuscrita, no lo pude soltar hasta el final.

El Gordo clavaba en mí una mirada hipnótica, los ojos agrandados por los gruesos anteojos pero también un poco por la reverencia, un tanto mística, ante el recuerdo de la novela. Los ojos parecían dos huevos duros flotando en una pecera, si se me permite la comparación.

—Le hice sacar una copia a máquina y después fotocopias —continuó con fervor—, se la hice leer al viejo, y el viejo la envió rápidamente a los suecos. Los suecos mandaron un fax: están enloquecidos.

«Los suecos» debían ser alguna fundación. Fundaciones suecas, entre otras, reparten dinero a manos llenas para cualquier cosa, si la creen apropiada no sé bien para qué; el Gordo no me dio explicaciones, y a mí no me interesaban.

Pero no podía imaginar cuál era mi papel en ese negocio. ¿Corrección de estilo? Muy improbable; el Gordo hace pocas cosas mejor que yo, entre ellas la corrección; y el sueldo que le paga el viejo incluye ese trabajo, entre muchos otros, y el viejo no es famoso por gastar dinero cuando puede evitarlo. Pero no quise mostrarme ansioso, entre otras razones porque no lo estaba. Siempre me ofrecen trabajos poco interesantes.

—Enloquecidos —repitió, y se quedó esperando. No me gusta que me escriban los diálogos ni que me marquen las entradas, y hubiera querido seguir callado, pero dos mil dólares son dos mil dólares y le debía al Gordo alguna satisfacción.

—¿Y entonces? —pregunté, aparentando sentirme genuinamente interesado—. ¿Dónde está el problema?

—El problema es el siguiente —respondió, adoptando otra vez un aire grave y un tono sentencioso—: no podemos encontrar al autor. —Cruzó las manos sobre el vientre y se echó hacia atrás.

Empezaba a interesarme.

Según explicó, el sobre no traía remitente. El matasellos correspondía a una pequeña ciudad del interior que llamaré Penurias (y lo digo al pasar: he cambiado todos los nombres y apodos de personas, lugares y países, para no lesionar a nadie), y la novela estaba firmada por Juan Pérez. Increíblemente, no se había podido ubicar a ningún Juan Pérez en aquella progresista ciudad. Y sin un contrato formal con Juan Pérez, los suecos no soltarían ni un centavo.

Me pareció un trabajo fácil: comprar un pasaje a Penurias —hora y media de viaje, aproximadamente—, bajarse del ómnibus en la agencia, pararse en la principal y única avenida —seguramente se llamaría Artigas—, y preguntar por Juan Pérez a los amables peatones.

—¿Cuál es el truco? —pregunté.

Como si me hubiera leído la mente, respondió:

—Por supuesto, el sábado a mediodía me tomé el ómnibus, me bajé en la agencia, me paré en la avenida José Gervasio Artigas y empecé a preguntar por Juan Pérez. Seguí preguntando hasta el domingo a la noche, y me volví tal como me había ido. Juan Pérez es un seudónimo. Es preciso investigar más a fondo, pero yo estoy clavado aquí. —E hizo un gesto dolorido, y con los ojos y los brazos me dio a entender su condición de prisionero entre esas cuatro paredes y un techo pintados de color claro.

En ese momento debí agradecerle al Gordo toda su amabilidad, recoger la carpeta con mi novela y salir disparado hacia mi apartamento y su tibia soledad. Soy un escritor. No soy Phillip Marlowe. Ni siquiera debería aceptar una investigación tipo Biblioteca Nacional. Pero aquí no existe la profesión de escritor, y el escritor está obligado a hacer cualquier cosa, excepto —naturalmente— escribir, si quiere continuar sobreviviendo.

Por otra parte, si bien dos mil dólares no son objetivamente gran cosa, para mí lo eran en ese momento, y lo siguen siendo, objetiva y subjetivamente. Ahorrando aquí y allá, un poco en esto y otro poco en aquello, me podían durar bastante. En los períodos difíciles, y he conocido unos cuantos, puedo volverme bastante frugal.

El pasaje a Penurias, ida y vuelta, cuesta unos cinco dólares. Ganancia neta, mil novecientos noventa y cinco. Lo pensé, y fingí pensarlo un rato más.

—Muy bien —dije al fin, y le pedí un adelanto de quinientos porque yo no tenía absolutamente nada en el bolsillo—. Y además —agregué—, si tengo éxito me dan otros quinientos como adelanto por la novela y me la publican este año.

—¿Y si no tenés éxito?

Me temía esa pregunta, pero estaba preparado:

—Bueno —respondí—, algún riesgo deberán correr ustedes. Los suecos…

—Voy a consultar.

Esta vez no soñé nada. Tampoco pude pensar nada; el Gordo volvió casi enseguida. —Doscientos —dijo, y los sacó de la billetera. Yo había contado con doscientos cincuenta, pero siempre he sido un soñador. Me puse los tristes retratos de Benjamín Franklin en el bolsillo, y pedí el sobre con los matasellos de Penurias, una fotocopia de la novela mecanografiada y una fotocopia del original manuscrito.

—¿Para qué? —preguntó el Gordo, y me parece apropiado decir ahora que no es gordo; lo fue hace tiempo pero, cuando se casó, misteriosamente le fue pasando poco a poco la gordura a su mujer. Ella, hoy, es un fenómeno de circo.

—No tengo nada para leer esta noche —respondí cínicamente, fortalecido por los dos crujientes billetes verdes y ya completamente sumergido en mi papel—. Vamos, Gordo. Vos dejá todo en mis manos.

Published November 11, 2018
Excerpted from Mario Levrero, Dejen todo en mis manos, Editorial Caballo de Troya, 1996
© Editorial Caballo de Troya 1996

From Lascia fare a me

Written in Spanish by Mario Levrero


Translated into Italian by Elisa Tramontin

I

«È un buon romanzo» disse il Ciccione, facendo una pausa ad effetto. «Ma…»

Avrei potuto immaginarmelo, perché so da qualche anno che i miei romanzi appartengono a questo genere: buoni, ma… I critici si arrovellano per classificare la mia letteratura in questa o in quell’altra categoria, ma gli editori sono più realisti, e unanimi; c’è una sola categoria possibile per la mia letteratura: buona, ma…

Alzai una mano come se dovessi fermare il traffico.

«Perfetto» dissi. «Ho già capito. Risparmiati il sermone.»

Questo, ovviamente, non era possibile. Il Ciccione doveva necessariamente vomitare il suo discorso colpevole, e io me lo dovevo sorbire, in quanto parte dell’essenza nazionale. Un terribile senso di colpa è già implicito nel fatto stesso di essere uruguaiano, e perciò ci risulta impossibile dire un no netto, sincero e definitivo. A questo va aggiunto un infinito vaniloquio per giustificare quel no, ammesso e non concesso che riusciamo a pronunciarlo; più spesso ci impelaghiamo in trattative complicate, che peccano di irrealtà e solitamente portano a disastri monumentali.

Pertanto ascoltai, rassegnato, le difficoltà in cui versava attualmente il mercato editoriale nel nostro paese, come se fosse un argomento nuovo, come se il Ciccione l’avesse scoperto

a seguito di profonde meditazioni e indagini. Come se nel nostro paese esistesse un mercato editoriale. Come se il nostro paese fosse un paese.

E poi arrivava la dimostrazione di buona volontà; lui mi stimava e la casa editrice mi accoglieva a braccia aperte.

«Se avessi qualcosa…»

«Falla finita, Ciccione» lo interruppi, con tono più scherzoso che infastidito. «Lo sai bene: se avessi “qualcosa” non lo proporrei a voi; proverei a piazzarlo agli spagnoli, o quantomeno agli argentini.»

Repressi il mio predicozzo ideologico; mi sono un po’ stufato: se avessi “qualcosa” non sarei io, e mi odierei al punto da smettere con la letteratura. Ho sempre ritenuto preferibile spaccare le pietre, con una pesante palla di ferro legata alla caviglia da una grossa catena, che ammazzare il libero atto creativo pur di ingraziarmi il pubblico. Ma è altrettanto vero che non ho alcuna esperienza nello spaccare le pietre.

«Lasciamelo» insistette il Ciccione, divorato dai sensi di colpa.

Lo ritengo, tra l’altro, un buon lettore, ed ero sicuro che il romanzo gli fosse piaciuto davvero e che gli rincrescesse molto non pubblicarlo. Giungevamo, dunque, alla fase delle trattative disastrose. (Lasciamelo. Alla prossima fiera, magari…)

«Ciccione» spiegai pazientemente, «ti ho portato il romanzo perché ho bisogno di soldi, e tu ci hai messo un sacco di tempo a leggerlo, mentre io ho una necessità impellente. Ho le tasche vuote. Mi serve qualcosa subito. Dammi un anticipo di mille dollari e tieniti i diritti. Se lo pubblichi o meno non mi importa. L’unica cosa che mi interessa è procurarmi dei contanti, ora.»

«Sai che non sono io a decidere. Dovrei parlarne con il vecchio.»

Non disse “devo”, bensì “dovrei”, ma decisi di capire male, quindi dissi “va bene”, mi riaccomodai sulla sedia, appoggiando la testa sullo schienale, come se volessi dormire.

«Ti aspetto» aggiunsi.

Si alzò svogliatamente e andò nell’ufficio accanto per inscenare la commedia. Ovviamente era tutto inutile, ma volevo farlo soffrire un po’ e, inoltre, stavo veramente comodo. A casa mia non ci sono poltrone. Forse mi addormentai per qualche minuto, perché apparve un uomo con un grande naso rosso, da pagliaccio che mi disse in francese una frase incomprensibile di sei sillabe.

Quando tornò il Ciccione ebbi un piccolo sussulto. Occupò nuovamente il suo posto sulla poltrona di fronte alla mia, e parlò. O stavo ancora sognando, oppure si era verificato un gravissimo sconvolgimento cosmico.

«Duemila» disse tutto sorridente. «Ti ho procurato duemila dollari.»

II

«Mettiamo per un attimo da parte il romanzo; ti ho già spiegato la situazione, e secondo il vecchio per ora non possiamo fare niente. Ma…» la pausa drammatica, l’indice alzato, «abbiamo bisogno di un lavoretto. Un gioco da ragazzi, e ti intaschi duemila dollari. Si tratterebbe di una piccola indagine.»

Pensai, all’istante: “La Biblioteca Nazionale”. Mi preparai mentalmente a tre o quattro mesi tra libri, vecchie riviste e giornali che si sbriciolano tra le dita. Si poteva fare. Non è il mio forte, non è la mia passione, ma si poteva fare. Quel romanzo l’avevo già finito e non avevo nessun altro progetto.

Ma la questione era un’altra.

«Abbiamo ricevuto una busta con un manoscritto. Un romanzo piuttosto breve. L’ho perso di vista per un paio di mesi, e poi un giorno è risbucato fuori e gli ho voluto dare una letta. Figurati che, nonostante fosse scritto a mano, non sono riuscito a lasciarlo finché non l’ho finito.»

Il Ciccione mi fissava con uno sguardo ipnotico, le pupille ingigantite dalle spesse lenti degli occhiali ma anche un po’ dalla riverenza, un tantino mistica, al ricordo del romanzo. Gli occhi sembravano due uova sode che galleggiavano in un acquario, se mi passate il paragone.

«Ne ho fatto battere a macchina una copia e poi l’ho fotocopiato » continuò infervorato, «l’ho fatto leggere al vecchio, e il vecchio l’ha spedito subito agli svedesi. Gli svedesi hanno mandato un fax: sono impazziti.»

“Gli svedesi” dovevano essere una fondazione. Le fondazioni svedesi, tra l’altro, sborsano denaro a piene mani per qualsiasi cosa, se la considerano valida per non si sa bene che; il Ciccione non mi diede spiegazioni, e a me non interessavano.

Tuttavia non riuscivo a immaginare quale fosse il mio ruolo in quell’affare. Correzione di bozze? Altamente improbabile; il Ciccione fa poche cose meglio di me, tra cui le revisioni; e lo stipendio che gli paga il vecchio copre anche questo incarico, tra i tanti altri, e il vecchio non ha fama di sperperare soldi quando può farne a meno. Ma non volli mostrarmi ansioso, anche perché non lo ero. Mi offrono sempre lavori poco stimolanti.

«Impazziti», ripeté, e rimase in attesa. Detesto sia che mi scrivano i dialoghi sia che mi suggeriscano la battuta, e avrei voluto starmene zitto, ma duemila dollari sono duemila dollari e il Ciccione meritava un po’ di soddisfazione.

«E quindi?» chiesi, fingendomi genuinamente interessato. «Qual è il problema?»

«Il problema è il seguente» rispose, assumendo un’altra volta un’aria grave e un tono saccente: «non riusciamo a trovare l’autore.» Incrociò le mani sul ventre e si adagiò sullo schienale.

Cominciava a farsi intrigante.

Stando alla sua spiegazione, sulla busta non c’era il mittente. Il timbro postale corrispondeva a una piccola città dell’entroterra che chiamerò Penuria (e già che ci sono lo dico: ho cambiato tutti i nomi e i soprannomi di persone, luoghi e paesi, per non compromettere nessuno), e il romanzo era firmato da Juan Pérez. Incredibilmente non erano riusciti a localizzare nessun Juan Pérez in quella città di illuminati. E senza un contratto formale con Juan Pérez gli svedesi non avrebbero sganciato un centesimo.

Mi sembrò un lavoro facile: comprare un biglietto per Penuria – un’ora e mezzo di viaggio circa – scendere dal pullman alla biglietteria, piazzarsi sul viale principale nonché unico – sicuramente intitolato ad Artigas – e chiedere di Juan Pérez ai gentili passanti.

«Dov’è la fregatura?» chiesi.

Come se mi avesse letto nel pensiero, rispose:

«Ovviamente, sabato a mezzogiorno ho preso il pullman, sono sceso alla biglietteria, mi sono piazzato sull’avenida José Gervasio Artigas e ho cominciato a chiedere di Juan Pérez. Sono andato avanti fino a domenica sera, e sono tornato a casa a mani vuote. Juan Pérez è uno pseudonimo. Occorre indagare più a fondo, ma io sono bloccato qui.» Fece un’espressione afflitta, e con gli occhi e le braccia mi diede a intendere la sua condizione di prigioniero tra quelle quattro mura e un soffitto tinteggiati di un colore chiaro.

In quel momento avrei dovuto ringraziare il Ciccione per la sua gentilezza, riprendere la cartellina con il mio romanzo e ritornarmene di gran carriera nella tiepida solitudine del mio appartamento. Sono uno scrittore. Non Philip Marlowe. Non avrei dovuto accettare neanche una ricerca alla Biblioteca Nazionale. Ma da queste parti non esiste la professione di scrittore, il quale è costretto a fare qualsiasi cosa, tranne – naturalmente – scrivere, se vuole continuare a sopravvivere.

D’altra parte, anche se duemila dollari oggettivamente non sono un granché, in quel momento per me lo erano, e lo sono anche ora, oggettivamente e soggettivamente. Risparmiando qua e là, un po’ su questo e un po’ su quello, potevano durarmi parecchio. Nei periodi difficili, e ne ho visti diversi, posso diventare molto frugale.

Il biglietto per Penuria, andata e ritorno, costa sui cinque dollari. Guadagno netto, millenovecentonovantacinque. Ci pensai, e feci finta di pensarci ancora un po’.

«Molto bene» dissi infine, e gliene chiesi cinquecento in anticipo perché ero proprio al verde. «E inoltre» aggiunsi «se lo trovo me ne date altri cinquecento come acconto per il romanzo e me lo pubblicate quest’anno.»

«E se invece non lo trovi?»

Temevo quella domanda, ma ero preparato:

«Beh» risposi, «qualche rischio lo dovrete pur correre. Gli svedesi…»

«Vado a chiedere.»

Questa volta non sognai niente. E non riuscii nemmeno a pensare; il Ciccione tornò quasi subito.

«Duecento» disse, e li tirò fuori dal portafoglio. Io mi aspettavo duecentocinquanta, ma sono sempre stato un sognatore. Mi misi in tasca quei tristi ritratti di Benjamin Franklin, e chiesi la busta con il timbro postale di Penuria, una fotocopia del romanzo battuto a macchina e una fotocopia del manoscritto originale.

«Perché?» chiese il Ciccione, e mi sembra opportuno dire ora che non è ciccione; un tempo lo era ma, quando si è sposato, ha cominciato a trasferire misteriosamente la propria grassezza alla moglie. Lei, oggi, è un fenomeno da baraccone.

«Non ho niente da leggere stasera» risposi cinicamente, ringalluzzito dai due fruscianti biglietti verdi e ormai completamente calato nella parte. «Dai, Ciccione. Lascia fare a me.»

Published November 11, 2018
Excerpted from Mario Levrero, Lascia fare a me, La nuova frontiera, 2018
© La nuova frontiera 2018


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Il Premio Babel-Laboratorio Formentini 2018 per giovani traduttori di lingua italiana  è stato assegnato a Elisa Tramontin il 18 novembre nell’ambito di Bookcity Milano. Abbiamo chiesto a Elisa e alle altre due finaliste, Daniela de Lorenzo e Francesca Bononi, di scegliere un passo dai romanzi che hanno tradotto: Lascia fare a me di Mario Levrero (La nuova frontiera), Lo specchio vuoto di Samir Toumi (Mesogea) e La libreria della rue Charras di Kaouther Adimi (L’orma).

The 2018 Babel-Laboratorio Formentini Award for Emerging Translators will be given on Sunday, November 18 during Bookcity Milano. To get acquainted with the translations that made it to the final round, we asked finalists Daniela de Lorenzo, Elisa Tramontin, and Francesca Bononi to choose a passage from the novels they translated: Samir Toumi’s Lo specchio vuoto (Mesogea), Mario Levrero’s Lascia fare a me  (La nuova frontiera) and Kaouther Adimi’s La libreria della rue Charras (L’orma), respectively.


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